La primera vez que supe de ella fue en la clase de español de sexto. Su nombre aparecía en la portada de Español y Literatura 6, un libro delgado, morado y de letras amarillas enormes, editado por Santillana, que había sido escogido por las autoridades del Liceo Salazar y Herrera como texto guía para el grado sexto. Por alguna razón, el nombre de su autora, Lucila González de Chaves, se quedó grabado en mi memoria, cosa que, curiosamente, jamás se repitió con ningún otro autor de los libros con los que alguna vez estudié.
Al pasar a séptimo grado volví a encontrarme con ese compañero morado y amarillo, cargado de textos y talleres separados en unidades, acomodados en cuadritos, resaltados con colores pasteles y acompañados de unas cuantas ilustraciones. Con él aprendí lo que era una ficha bibliográfica, hice mi primer debate, corregí mi ortografía, amplié mi vocabulario y perfeccioné mi lectura en voz alta con los fragmentos de obras y poemas ubicados en la parte final del libro.
Tiempo después, cuando la lectura del periódico dejó de centrarse en las aventuras de Gardfield, El Fantasma y Olafo, el amargado, descubrí con sorpresa que la columna Funcionalidad del Idioma era escrita por la misma señora que aparecía en los libros de español. Quisiera decir que a partir de entonces fui fiel seguidora de sus consejos y precisiones idiomáticas, pero el periódico llegaba a mi casa de forma esporádica y nunca pude darle continuidad a su lectura.
Pasaron los años, y con ellos vinieron esas grandes transformaciones a las que nos enfrentamos cuando dejamos atrás esos tranquilos días de colegio en busca de un futuro profesional: escoger una carrera, pasar a la universidad, manejar el tiempo, sobrevivir a las clases. Durante este tiempo, cuando debí centrar mi mente en números y códigos, el gusto por la escritura y la necesidad de hacerlo bien me llevaron, una vez más, a los artículos de Lucila González de Chaves sobre el buen uso del idioma.
Mi pasión por la escritura y la lectura hicieron mella en mi determinación de ser ingeniera, y tras una larga reflexión decidí estudiar historia. Lo nunca pensé que eso que alguna vez aprendí en los talleres propuestos en Español y Literatura y leyendo El Colombiano, iba a convertirse en la herramienta principal de mi formación como profesional, y que un día como hoy tendría la oportunidad de conocer a la autora de ese libro con el que comenzó mi gusto por la ortografía y la redacción.
Nos encontramos con la maestra en la Repostería Astor de Junín, uno de los espacios tradicionales de Medellín para la charla y la tertulia, en una cita concertada días antes por vía telefónica. Imaginé que doña Lucila estaría demasiado ocupada, incluso temí que nuestra invitación no la motivara lo suficiente para permitirnos una charla con ella, pero su abierta disposición a atendernos me maravilló.
Cálida, risueña, apasionada, observadora, curiosa, crítica; podría llenar todo un libro con los adjetivos que descubrí en doña Lucila, y aun así me quedaría corta de espacio. Su rostro pequeño, su cabello cano y sus manos de tacto delicado dan cuenta de los años, pero la vivacidad de sus ojos y la lucidez de su mente se resisten a obedecer la lógica de la vejez; doña Lucila parece atemporal.
Escucharla hablar es un deleite, no sólo por el desenvolvimiento y el cuidado con el que usa el idioma o por la precisión y claridad con la que logra exponer sus ideas sin necesidad de usar florituras superfluas o giros explicativos redundantes, también porque en sus palabras se evidencia su experiencia como maestra, la pasión por la enseñanza y el amor por sus alumnos.
Es esa misma experiencia, la que le dieron los 50 años que dedicó a la educación, la que le permite hacer un análisis profundo y una crítica precisa sobre la labor del docente de hoy y su relación con el alumnado. Para Doña Lucila, el maestro debe ser ordenado, cordial, amable y digno, debe facilitar una cercanía con sus alumnos, debe asaltar el corazón del estudiante y enseñar en cada palabra y en cada gesto. Igualmente, no duda en señalar el ego como el mayor enemigo del maestro, puesto que impide el ejercicio de guía que desde la vocación está llamado a realizar.
Pero, así como su labor se centra en enseñar, en conducir, en guiar, el maestro, en palabras de doña Lucila, debe ser capaz de perder la vergüenza de aprender, de ser visto consultando textos, leyendo, instruyéndose; debe saber mostrarse como un alumno más, capaz de enriquecer sus experiencias por medio no sólo del estudio de las áreas y las competencias, también a través de las lecciones de vida que encuentra en su camino.
Durante las casi dos horas que compartimos con ella, vimos aflorar su emoción en forma de lágrimas en dos ocasiones. La primera, mientras nos compartía la desazón que le causaba la soberbia de algunos docentes, para quienes los alumnos parecieran no tener valor alguno; y la segunda, cuando nos habló de su compañero de vida, el maestro Luis Eduardo Chaves, fallecido hace año y medio, y con quien compartió más de la mitad de su vida.
Al acercarse el mediodía nuestra cita llegó a su fin. Tras acompañarla a tomas un taxi, nos despidió con un cálido y fuerte abrazo, y un enorme beso, cerrando con broche de oro esta maravillosa mañana.
Hoy, un día después de disfrutar esta inolvidable experiencia, sigo sorprendida; jamás llegué a pensar que tendría la oportunidad de conocer a esa gran maestra, cuyo nombre en letras amarillas acompañaba el título de mi libro de español: doña Lucila González de Chaves ¡Muchas gracias!